El que nos traduce

Nona (Dra. Fanny Blanck de Cereijido, médica psicoanalista argentina que trabajó también en EEUU y actualmente radica en CDMX), me contó en México una anécdota de cuando ella era médica psiquiatra en EEUU. Un día le pidieron que viera a una pacienta con un brote psicótico, le describieron que manifestaba “tener monstruos que la comían por dentro”. La paciente era portorriqueña, como sabían que ella es argentina, la buscaron especialmente entre el equipo de psiquiatría. Apenas comenzó la entrevista con la paciente, Nona repasó en español lo que le habían transmitido sobre los monstruos que la comían por dentro, y aquí la cara de la mujer se transformó con una gran expresión de alivio:

– Niña, tú hablas español, ¡por tu vida! ¡Lo que yo tengo son parásitos, mi hija! ¡Parásitos!

Eso era, en su mal inglés de inmigrante lo que había querido advertirles a los primeros médicos que la habían atendido.

Todo niño, es un inmigrante con una experiencia para la que todavía no tiene palabras, en un idioma que todavía no domina y, lo que es más, con experiencias que no sabe que se pueden traducir en palabras. Es un alivio cuando podemos convertir el “soy esto” en “me ocurre esto”. Porque lo cierto es que, si un médico no hubiera tenido la idea de derivarla con Nona, alguien que la oyera en su idioma, a esa paciente le hubiera seguido un derrotero de terror. Un calvario de diagnósticos y medicaciones con buenas probabilidades de que conviertiera a una persona con parásitos en, sí, una enferma psiquiátrica, en síntesis, otra persona, como otra identidad, alguien encarcelada en sí misma.
Lo mejor que le puede pasar a un niño, así como a esa inmigrante, es encontrar a alguien que lo oye en su idioma, y lo mejor que podemos hacer, si no somos esa persona (no tenemos por qué serlo), es corrernos.

No elegimos dónde nacimos, cuál va a ser nuestra tierra natal. Pero entonces, y con ello: no estamos obligados a hacer del lugar en que nacimos: nuestra tierra natal. Como dice el graffiti que me regaló Pible : “Ama a tu país natal, aunque hayas nacido en otra parte”.
Una vez conversaba con una querida cantante de comedia musical, que quería hacer su primer disco, para ello pensaba en componer sus propias canciones, entonces me preguntaba cómo hacía yo. En la buena entrega de la conversación, le respondí que hiciera una gran playlist de canciones que amaba, y que ahí incluyera las suyas también, “… pero no sólo las tuyas, porque no sé si sos la mejor intérprete para tus canciones, o las que vos hacés son las mejores canciones para vos, o acaso sos alguien que canta a través de las canciones de otros. Le cité el graffiti de Pible: “Amá a tu país natal, aunque hayas nacido en otra parte. No sé dónde estás vos, en qué canciones, hacé eso: amá a tu país natal, amá a Magalí en dónde sea que esté, encontrá tus canciones, no importa quién las haya compuesto”.

Pero esta operación de separar en nosotros: lo que es búsqueda, lo que es transitorio, de aquello que llevará a lo que seremos es una tarea de una una gigantesca complejidad, de una delicadeza única, aunque ocurra a diario. Ojalá nos encontremos como la señora portorriqueña, con quien nos traduce, o con alguien de tanta experiencia que reconoce nuestra semilla, y ya vio en otros de nuestra especie, en el proceso. Así le sucedió a Astor Piazzola con Nadia Boulanger, cuando consiguió una beca para estudiar con ella en París y, después de varias clases, un día le pidió que intepretara un tango suyo. Cuando Piazzola lo hizo, ella lo interrumpió tomándolo del brazo: “Este es el verdadero Piazzolla, ¡no lo abandone nunca!”.
Nadia Boulanger estudió con Gabriel Fauré, fue además maestra de Philip Glass, Daniel Barenboim, Egberto Gismonti, John Eliot Gardiner, Quincy Jones, entre muchos. Muy pocos tenemos la suerte de encontrarnos a maestros con semejante experiencia. Y a la vez, nadie tiene la obligación de ser, a ese nivel, maestro de maestros, basta con ser suficiente, como decía Winnicot. Reconocer los propios límites, en el más humano de los sentidos: “esto que ocurre soy yo, acá termino yo, ahí empieza la escuela, este alumno aquel alumno, ahí empieza otro”. Basta con no enchastrar de nosotros a la identidad del pequeño que tenemos enfrente (alumno, paciente, inmigrado). Hagamos como un medium honesto: el día que no oigamos nada, no inventemos mensajes sólo por seguir haciendo creer que oímos más allá. Así, con higiénica prudencia: no invadiremos la identidad de otro.
En mi caso, fui un peregrino de mí mismo, de buscar a quien tradujera las palabras que brotaban de mí, pero para las cuales no tenía idioma ni sintáxis, ni qué contar. Fui de ciudad en ciudad, de un país a otro país, recogiendo pedacitos de mi eco, que apenas reconocía, no por lo que decía, sino sólo por el brillo. Apenas por el brillo que, mal traducido, sería algo así como que tenía un pálpito, una corazonada o, más sencillo: que, aunque no supiera explicar bien la razón: “algo me gustaba” tanto como para intentarlo.

© Luis Pescetti