No nacemos sabiendo qué contar

Creo que se equivocan los padres separados que, con las mejores intenciones, se esfuerzan demasiado en preguntarles qué han hecho, cómo les fue en el colegio, qué hicieron con sus amigos. No siempre se tienen cosas interesantes que contar y un hijo nunca debería sentir que debe tenerlas para interesar a su padre. Un hijo no es Sherezade. Algunos de los mejores ratos que Skype nos permite ni siquiera necesitaron charla: por ejemplo, el campeonato de batalla naval que G. terminó por ganarme.

(Gonzalo Garcés, Clarín 1-11-14)

 

No nacemos sabiendo qué es un relato.

¿Qué merece ser narrable?

Esa es la primera pregunta que nos hacemos los que no somos narradores innatos.

¿Qué experiencia tengo que merezca el premio de tu atención?

Quizás sintamos que ninguna.

Quizás el niño o el adolescente, enfrente nuestro, siente que ninguna de sus experiencias alcanza el estatus de “proeza que merece ser contada” o hazaña que lo enaltecerá ante otros ojos.

(Más contemporáneo y corto: ¿quién clickeará “me gusta”? ¿Qué debo contar?)

Tal vez porque buscamos reconocimiento e intuimos que lo obtendremos si contamos algo “heroico”, sorprendente, divertido,

más reconocimiento, más espacio buscamos: más heroico, sorprendente debe ser nuestro relato.

¡Cómo vamos a contar algo cotidiano!

 

Cuando los padres se quejan de que sus hijos “no tienen nada para contarles”,

sugiero que podría ser, entre otras razones,

porque no saben qué merece ser contado de su propia vida.

 

Los padres tendemos a pensar que no nos encuentran interesantes como interlocutores y que tienen redes de interlocutores que los atraen mucho más. Puede ser, puede que sea así, puede que en parte sea así; pero no deberíamos confundirnos con la intensidad de esas emociones en el intercambio y que sea por el contenido de lo que se cuenta.

 

Dicho de otro modo: lo intenso de un intercambio en las redes sociales no necesariamente es por el contenido (lo que te cuento) sino por el hecho mismo de estar haciéndolo:

– te cuento algo

– tengo alguien para quien contarlo

– lo que cuento debe ser intenso: siento emoción porque intercambio en red

Incluso puede que no cuenten nada y, sencillamente, sea estar en contacto:

 

– hola, loco

– qué hacés loco

– ¡mazzzzzzzzaaaaaaaaaaaaaaaa!

– ¡aguanteeeeeeeeeeeee!

– … (etc.)

 

– qué onda güey.

– qué ondónnnn, carnal

– aquí mi carnal

– chido, güey

– … (etc.)

 

¡Qué alivio! ¡Cualquier cosa menos el exilio!

 

Actividades o juegos

 

1) No pidas que te cuenten

 

En la escuela, en casa, comencemos por algo muy sencillo y más eficaz:

 

– no pedir que cuenten

– sino contar nosotros

 

¿Te gustaría que tu hijo te cuente cómo le fue en su día?

– Contale un fragmento de tu día

 

¿Te gustaría que tu hijo o hija no necesitara inventar una epopeya para sentir que logra la atención?

– Confiá en contarle un hecho tranquilo, de algo cotidiano, de esos que son una acuarela suave y no generan grandes aplausos (ni pequeños aplausos)

 

Recuerden que ni las  germinaciones crecen de inmediato, no hagan como los niños que miran la semilla en el bote, a cada hora. Tengan paciencia, abonen y sigan día a día.

Así enseñamos qué es narrable, qué merece ser objeto de relato.

Qué parte de nuestra experiencia es objeto de foco.

 

Al mismo tiempo definimos a quién nos oye:

– quién sos vos para mí si te cuento esto

– quién soy para vos

– quiénes somos, el uno para el otro, si estos son nuestros relatos, si podemos contarnos esto, si estamos para contarnos esto.

 

Lo mismo al trabajar con niños. Animarlos a contar, cuidando de no permitir burlas al relato de nadie,

porque lo que buscamos es que “esa calle sea segura”,

no queremos necesitar esa especie de hermano mayor o guardaespaldas que es un relato extraordinario para atravesar seguros ese pasaje.

Nuestra calle debe ser tan segura que cualquier relato, por cotidiano o irrelevante que parezca,

merezca ser escuchado si alguien lo comparte

(pero que tenga una duración razonable, ¡que no se cuelgue!; si no el grupo lo sancionará, y con razón).

 

2) La primera hora del lunes

 

Marcos Dellepiane, un maestro al que cito con frecuencia, daba clases a tercer grado (8 años). Me contó que los lunes llegaban con tal carga de excitación por encontrarse que la mejor manera de lograr una mañana productiva, es decir no interrumpida porque se la pasaban hablando en medio de la clase, fue dedicar la primera hora del lunes a que contaran qué habían hecho o qué había pasado en su fin de semana.

Es lo más razonable para cualquier encuentro: ¿qué te pasó desde la última vez que nos vimos?

 

Sentados en ronda, todos los lunes empezaban contando.

 

Lo que proponía Marcos, era ofrecerles “otros a quiénes contarles”, y así surgían los relatos.

 

Vale decir, antes llegaban y debían sumergirse en la actividad, como receptores (incluso cuando uno responde un examen no es que está emitiendo, sino demostrando qué tan buen receptor fue).

 

Pero cuando Marcos empezó a dar esa primera hora de los lunes para hablar lo que afirmó

(aún sin usar estas palabras) es:

– todos tenemos experiencias

– todos somos sujetos de un relato

– todos merecemos escucha

– todos somos oyentes del relato de otro

 

La emoción del grupo, conducida por el maestro, va modulando esa escucha y por lo tanto esos relatos.

 

Nace alguien que cuenta,

un grupo que oye,

una experiencia que se cuenta,

un relato.

 

Me oigo a mí mismo contando

y observo las reacciones,

oigo a los demás contando

y observo qué me produce,

y cómo reaccionan los demás.

Aprendo las reglas del relato en este grupo.

 

El ejercicio consiste en lo mismo que hacía Marcos Dellepiane. La primera hora de un encuentro de cuatro horas (los primeros diez minutos de un encuentro de una hora, etcétera, cada uno vaya modulando).

© Luis Pescetti