«Linda, cuando vos quieras,
dejo este amor donde lo encontré.
En tren con destino errado
se va más lento que andando a pie.»
(Jorge Drexler, Alto el fuego)
Hace mucho tiempo a los niños se los envolvía en una faja, algo así se hace con su curiosidad natural ante un mundo que, convengamos, no es normal. ¿Qué tiene de normal poner una tarjeta y que la pared te dé dinero? O que a tu mamá se le hinche el vientre y te avisen que nacerá otro como vos. Que la Luna desaparezca, pero al mes esté a pleno iluminando la noche, que haya bichos y planetas, que se muera un pez… o la abuela, que ames demasiado a alguien que no te busca igual (¿y qué hacemos con eso?), que haya que prestar lo que es de uno, ansiar lo que es de otros, es más ¡que haya algo que no soy yo! Que la canilla se abra y salga agua, que los agujeritos de la pared tiren luz, en fin: magia es lo que menos le falta a un mundo en el que, por suerte, hay ritmos y repeticiones, sino estaríamos sonados. Y que nos quieren, eso también ayuda. Pero, yo: ¿quiero o necesito? A ver: cuando dejé de tener hambre, seguí queriendo, ¿será que me acuerdo que voy a necesitar o que quiero por otra razón?
Así llegamos, no a la salita de 3, cuando salimos de la clínica recién nacidos. Podemos cambiar el “¿cómo hacer para filosofar con niños o en las aulas?”, por: ¿cómo hacer para no embotar la curiosidad voraz, el detector de incongruencias, el apetito de lógica y sentido que traen todos los niños en grado superlativo, y sería más honesto.
Como todos los chicos, de niño tenía un detector implacable para lo que es verdadero o es trucho, impostado. Necesitaba que el mundo fuera coherente, sino me asustaba. Coherente no por “terminado y toca encajar”, sino congruente. A la vez, era vulnerable a aceptar que yo estaba mal, aún cuando el error era del sistema.
Cuando conocí el programa de FpN de Matthew Lipman, descubrí un mundo nuevo, y no uno críptico, al contrario: uno que encajaba con naturalidad. Filosofar no era “hacer otra cosa”, sino más bien ponerle palabras o darles cabida a percepciones, entusiasmo, curiosidad, temores, huecos que tenía y se acumulaban en la sala de espera de mi atención.
Convivimos con sorpresas y solemos asociar a la adultez con un progresivo abandono del territorio de la curiosidad hacia los barrancos del “dalomismo”. El asombro es uno de esos patrimonios de la humanidad. La capacidad de convertirlo en motor, rumbo y puente con otros es un don que debemos preservar, a riesgo de que un día sean los hechos irreparables los que nos sorprendan o, no es menor, nuestra propia ausencia de ganas.
¿Por qué querríamos que nuestros niños se familiarizaran con filosofar? Para empezar por lo mismo que caminan en equilibrio o esquivan un pelotazo, porque es natural. Dejar de hacerlo es antinatural. Si será con muchas palabras y mucho rollo o con menos palabras, pero fina atención, es otro cantar. “Observar es un asunto de todo el cuerpo” afirman las autoras y lo acompañan con actividades que plantean pensar no como un ladrillazo de sabiondos sino para mantener viva la motivación y la sorpresa. Propuestas lúdicas, actividades sin hablar, con el cuerpo. Moverse del banco, estar descalzos, agarrar papelitos, ir hacia otro grupo, hacer que el aula sea un teatro. Se hacen rondas, se juega al teléfono descompuesto, hay música, luz tenue, se sientan en parejas, se vendan los ojos, se hacen dibujos, se usan espejos, se observa con las manos. Lo normal en cualquier ágora de cualesquiera polis que se precie.
Buenos Aires, julio 2022
(prólogo para el libro: Filosofar desde la infancia -y perderse en el camino- Florencia Sichel, Mayra Muñoz, Úrsula Pose, Editorial La Crujía)
© Luis Pescetti