Atender la propia experiencia

encontrar la propia voz

La creación empieza “por la oreja”, lo que llamó nuestra atención.

Otros dirán “los dedos”, “la nariz o el gusto” (sin son cocineros), o los ojos.

No importa, aquello con lo que contactamos a la materia de nuestro trabajo.

Es una noticia del mundo, algo que nos llegó.

Si fuéramos cañas es una brisa, alguien que pasa y nos mueve.

Algo que nos impacta o deja una ligera huella.

Ocurre que ni siquiera ante un mismo escenario, a todos nos llaman la atención las mismas cosas.

Y la creación no se trata, necesariamente de contar el mundo, de revelarlo, sino de transmitir nuestra experiencia.

Quién sabe cómo sea el mundo, eso que está afuera, si es que acaso existe un afuera.

Nadie tiene un puesto tan privilegiado de vigía objetivo, ni la pesada y plomiza tarea

de revelarle a los demás: cómo es el mundo (qué pesadez).

Pero hay algo de lo que todos estamos ávidos y es de ordenar, entender, y dar sentido a nuestras experiencias.

Cuando narramos, hacemos precisamente eso: la devolvemos tal como impactó en nosotros, con nuestro punto de vista, ese día y no cualquier otro, cono ese cansancio o esa lucidez, con esa capacidad de entendimiento, y la luz que pudimos devolverle, esto es: un significado, lo que entendimos, nos preguntamos, nos hizo irritar, nos arrebató de amor, nos inspiró, o indignó, nos llenó de miedo, o nos hizo reír a carcajadas. Todas esas son experiencias con una lectura, con un orden. Hechos, pero tal como alguien respondió a ellos.

 

En lo que sea que leamos o veamos, lo que necesitamos es todo lo contrario de la despersonalización.

La objetividad queda para otros terrenos.

No buscamos los hechos, sino la experiencia humana.

 

De modo que, cuando preguntamos sobre lo que llamó la atención es para volver la mirada hacia eso:

la propia experiencia. Es decirles a nuestros chicos: lo que viviste es lo valioso,

que te haya pasado a ti es lo que vale.

Después vemos qué somos capaces de hacer con eso;

pero, sin eso: no importa de qué seamos capaces.

 

Desarrollar la propia voz, entonces, la imaginación o la creatividad no tiene su punto de partida en la capacidad de fantasía sino en algo tan simple como: atender.

Debemos aprender a tomar nota, darnos cuenta de nuestra experiencia.

 

primero: las reglas

No hay obligación de participar.

pero si lo hacen no vale tomárselo “en chiste”, decir mentiras, bromas.

si no lo hacen: no se puede hacer otra cosa, y tampoco bromas sobre los que participan o sus intervenciones

 

segundo: limpiar nuestra expectativa de aplauso o nuestro temor a desinterés

El primer trabajo será “limpiar” cómo impactará en los demás: si lo que nos llamó la atención será objeto de bromas, o “es poca cosa”, o es algo que sorprenderá a todos y nos convertirá en el centro de atención. Hay que limpiar de todo eso, no es para ganar puntos delante de la maestra o del grupo. Es para conocer lo que nos llamó la atención, las imágenes de nuestro mundo, nuestro álbum personal. Esta “limpieza” en realidad es de nuestra propia expectativa por la respuesta de los otros. Algo similar a cuando nos sacamos fotos sin darle importancia a la cámara, no es sencillo; por lo general en las fotos se nota cuando la persona estaba consciente de la cámara, algo se endurece en el gesto.

 

En eso que nos llamó la atención está la semilla de nuestra propia voz. No tiene que ser importante, ni siquiera tenemos que saber explicar por qué. Es una imagen, un momento, algo que no pasa nunca o algo que pasa siempre.

 

tercero: descubrir nuestra experiencia, hacerla consciente.

En medio de todas los pensamientos, las voces que tengo en mi cabeza, las sensaciones de mi cuerpo, los olores que llegan, los sonidos, ¿qué es mi experiencia?

 

cuarto: descomponer nuestra experiencia.

De la misma manera en que un cocinero es capaz de reconocer los ingredientes de un plato, o un músico las notas de un acorde, o un mecánico un ruido revelador en medio de una maraña de ruidos, o un plomero el signo que revela una falla.

Pueden hacerlo porque tienen un mapa, un plano, muy completo de eso que enfrentan.

Debemos convertirnos en “catadores” de nuestras experiencias.

Los catadores de vinos tienen una tabla de equivalencias para describir sabores, igual nosotros.

Nuestro día a día lo vivimos como un todo, pero no debemos expresarlo como un mazacote cerrado, informe.

Si queremos transmitirlo tenemos que tener ese mapa o ese plano de nuestra experiencia (consciente o inconscientemente llegamos a él, porque nacimos con el don, o porque entrenamos para las olimpíadas poéticas, da lo mismo).

Nuestras experiencias tienen capas más superficiales y más hondas, más evidentes o estridentes y otras más sutiles. Capas de sabores, sensaciones, pensamientos que acompañan.

 

– estamos muy activos, trabajando y, cuando nos detenemos, sentimos algo, le prestamos atención y es como si hiciéramos foco, como cuando un sonido que llegaba de lejos, se distingue mejor al atenderlo: un ligero desasosiego. La conversación con un amigo que estuvo de visita nos dejó esa huella casi inaudible.

 

– Comemos y, nuestro estómago está lleno, nuestra hambre saciedad, y esas son sus señales, claras, pero la comida está rica, seguimos. Nos detenemos, sentimos nuestro estómago y está de rodillas pidiendo: “Ya fue suficiente, por favor”.

 

No me refiero a la voz de la intuición, sino a una capa de sentir, más honda, y digo honda porque no es inmediata, debo detenerme, para atenderla.

 

– Decimos “no sé qué hacer”, alguien nos comenta: “¿Seguro?, si vos sabés”. Esa pausa y la invitación a conectar nos dejan frente a una sensación que reconocemos que ya antes estaba ahí.

 

– Acabamos de ser padres, alguien nos pregunta cómo estamos y, lo más estridente es el cansancio, mal dormidos, preocupados por una tos, con mucho trabajo, haciendo malabares con horarios, abrumados por tantas visitas… felices, en el fondo: felices.

 

quinto: entrenar.

Como en el circo, el tenis o el fútbol, compañeros poetas: entrenar… en este caso: nuestra atención. Transpiremos, aspirantes a poetas, como los músicos repiten cien veces un pasaje, quizás para atraer la atención de una chica en la próxima fiesta (con el resultado de que la chica no los atiende pero se convierten en virtuosos del instrumento). Piensen que, en el peor peor de los casos, no les sale ser poetas, pero entrenaron su atención y están más cerca del budismo, de ser profesores de meditación, de que no les metan la mano en el bolsillo en el metro, en fin, muchos beneficios.

 

Febrero y Octubre de 2014

© Luis Pescetti