
El niño, al igual que cualquiera que llega a un país nuevo, mira todo con cierta distancia, a veces crítica, a veces de asombro.
No se siente un actor par de los demás: “ellos” (los locales, los adultos) ya estaban antes, deciden “el guión” (lo que se hace), imponen lo que no se puede.
Así es posible que imaginen que los adultos/locales tienen una capacidad de hacer cosas, voluntad, libertad, superior a la que en realidad tienen, porque sabe que no están sujetos a los mismos límites que un recién llegado (“no tiene mis límites, seguro que no tiene ninguno”).
Y cuando uno no tiene todo el poder de decisión necesariamente se convierte en observador, crítico o atento.
No da nada por supuesto porque llega a un lugar en el que hay otro paisaje, lengua, reglas.
Cuando uno no da por supuesto pasa algo similar al niño que aprende a hablar: no toma el paquete de la palabra o las oraciones, las ve desarmadas, ve las partes y sus relaciones.
A todo le exige coherencia con los principios y reglas que a él le llegan como impuestas (“si a mí me pides que lo cumpla, más vale que tú también lo cumplas”).
Así mira a la escuela, a la propia familia. Si bien nació y se forma en esas reglas, relaciones y estructuras, no las decidió, no las construyó.
No maneja los hilos para encaminar su voluntad.
© Luis Pescetti