– Ser nuevo puede resultar agotador: exige todas nuestras energías.
– Pesa mucho la sensación permanente de estar en falta.
– Los desplazamientos producen errores y equívocos.
– Debemos diluir eso.
– Si uno es anfitrión/intermediario: presentarse lo más humanamente posible.
– Nadie ocupa el centro todo el tiempo, en algún momento uno es un desplazado.
Aquí nadie se equivoca
Un amigo mexicano emigrado a Canadá me contaba lo tenso que lo ponía conducir:
—Constantemente me parecía que estaba en infracción, ¡había tantas reglas!, seguro que alguna norma de tránsito me estaba saltando.
Otro amigo, pero emigrado a México, se desesperaba en la gerencia de su empresa.
—Me dicen que sí; pero después no lo hacen, ¿por qué me dicen que sí?
La primera vez que llegué a Buenos Aires y fui al subte (metro) tenía trece años. Me detuve frente a esa barra que impedía el paso, ya había puesto mi moneda… pero no se movía. “Hay que empujarla”, soltó, riéndose, el de atrás.
La primera vez que tuve una tarjeta de crédito y fui a un hotel no quise entregarla.
—Pero… si apenas llegué.
—Así dejamos un voucher abierto, para cubrir sus consumos, caballero (pero “caballero” dicho con tono de “burro”).
Regresé preocupado por las cuentas que me llegarían. Le conté a una amiga, habituada a viajes y tarjetas, que no hizo más que reírse y explicarme compasivamente.
Unos por demasiadas reglas escritas, otros por desconocer códigos no escritos, quedamos agotados por la adaptación.
Así les pasa a los niños.
Un buen maestro, un buen anfitrión
El maestro Marcos Dellepiane (docente de primaria en escuela pública de la patagonia argentina) va con la directora, quien lo presenta a los chicos del segundo grado del cual pasaría a ser su docente. Les dice quién es, de dónde viene, que es muy bueno y divertido… pero agrega, cómplice:
—Lo único, chicos, les digo una cosa… tiene fea letra.
En ese segundo grado, Marcos empezó a dar clases esa mañana. En algún momento tuvo que escribir en el pizarrón y, a punto de hacerlo, sin dejar la tiza apoyada en la pizarra, se volteó y comentó:
—Chicos, miren que en serio tengo letra fea…
Se paró una niñita (siete años), fue con su cuaderno hasta dónde estaba Marcos, lo abrió mostrándoselo y le dijo:
—Maestro, no te preocupes, mirá nosotros…
Qué hicieron Marcos y su directora (humanización del docente y el lugar del saber)
En la primera clase logró una empatía que allanó el camino para él y los chicos.
1) Se mostró humano, no como una autoridad que es perfecta encarnación de la regla.
2) Pero tampoco lo presentó autobufonéandose (no hizo burla sobre sí mismo). Dijo: chicos, yo soy el maestro, soy un buen maestro, nada más: tal cosa con la letra.
3) No lo mostró como un obstáculo para ser su maestro.
4) Implícitamente la directora y él les inducían a pensar: si la letra no es lo que más importa… ¡se ve que lo que importa es otra cosa!
Fuera de lugar
Adaptarse a un medio nuevo, sea que uno se resiste o se asimila, es agotador, un trabajo de 24 horas que insume toda nuestra energía. Siempre bajo amenaza de estar fuera de lugar, hacer el ridículo.
Sea que uno lee muy mal en voz alta frente al resto, o no sepa qué hacer ante una escalera mecánica, cómo se come eso que está ahí, que pronuncie mal en el nuevo idioma o parezca que dijo algo opuesto, o que no sabe atarse los cordones de las zapatillas, que no es bueno en el deporte, que se pierde frente a tantos cubiertos, o que conduce con torpeza en un tráfico con otras reglas.
En cualquiera de esos casos uno se siente como un niño perdido, o un recién llegado (que, por otra parte lo es).
En eso se parecen las vivencias de un inmigrante y las de un niño.
No es raro, entonces, que los ejes más importantes del humor en la infancia sean reírse del error, y reírse de la autoridad. Igual que cuando somos inmigrados o nuevos en un grupo ya establecido.
La risa surge por eso: por no ser titular con esas reglas de juego. En el mejor de los casos como una risa solidaria: el alivio de “a mí me pasa lo mismo”, “al principio lo hice peor”, “no tiene importancia”. En el peor de los casos como burla que excluye: el que se equivoca tiene el estigma de la torpeza, me río de él, qué alivio, y además me siento que pertenezco a los que saben.
Niños, jóvenes y adultos premian la eficacia, la buscan, y se ríen de los errores en relación al funcionamiento correcto. Cuando estamos recién llegados necesitamos ser eficaces, a la fuerza, nuestro día a día depende de otros.
Todo esto para tratar de entender a nuestros chicos, y volver a entendernos nosotros frente a lo que nos cuesta.
Cuando somos los recién llegados, los que no sabemos: ¿qué nos funciona mejor? ¿Qué nos estimula? ¿A quién nos gustaría encontrarnos al frente?
A mí me gustaría encontrarme “un Marcos”, siempre, uno como él. De no ser así garantizo mi mala conducta ante la presión que sentiría.
Imagínese a ustedes mismos en una situación similar a la del segundo grado, pero en circunstancias de inmigración. Pongamos por ejemplo que emigramos, tenemos que obtener el permiso de trabajo, hacemos un curso, estamos sentados junto a otros desconocidos, entra el director de ese departamento, nos presenta al instructor, dice que es buena persona, da sus antecedentes, pero agrega:
—Lo único les pido algo, no le hagan caso en lo referente a tránsito porque tiene muchas multas.
O bien:
—No le hagan caso en lo que se refiere a horarios, porque ama ir a antros que terminan tarde… y a veces mal.
¿Qué sentiríamos? Yo me reiría, lejos de restarle autoridad: me predispondría a creerle, desarmaría mi resistencia al nuevo país.
Quizás la “mala conducta”, en algunos casos, sea una respuesta natural ante lo mismo que nos pasaría a nosotros: recién llegados, obligados a estar quietos, sólo asimilando, en constante adaptación; y ahí: al acecho, la omnipresente sensación de equivocarnos. O bien: una actitud vital que desenmascara. Con dudosa eficacia, quizás, pero sin palabras denuncia: no me vendas una imagen ideal que yo veo la realidad de tu sociedad.
© Luis Pescetti