El valor de ensayar en situaciones reales

Corot

México me ayudó a consolidar mi propia voz. Yo quería ser artista profesional,  actuar en teatros, los más importantes posibles. Me presenté a “Alas y Raíces” (programa infantil de CONCULTA; Mx), y me aceptaron. Lo que tenían como escenarios para ofrecerme eran las colonias más alejadas que ustedes imaginen. ¿Más alejadas de qué?, porque si no hay centro no está alejado…, pero para mi propósito de ser “artista importante”, eran las más alejadas: no había carteles, no había luces, los shows eran durante el día, no había prensa, promoción. Pasaba una señora que venía del mercado, con sus perros, que la seguían, frente al escenario, y yo ahí cantando y sintiendo: “Ay, mamá, se me aleja la fama”.

 

Pero a la vez era trabajo, necesitaba trabajo, y no quería ser ingrato con quien te da el pan. Así fui durante cuatro años a actuar, todos los fines de semana, en lugares muy fuera de todo circuito o cualquier tipo de “consagración artística”.

 

¿Qué ocurrió? Puestos en esas, ya que no iba a ser famoso, me dije: “Pues, me voy a divertir”. Y empecé a jugar con la gente. A hacer un juego de los que hacía en la escuela con mis alumnos cuando era profe de música. O alguien me decía algo y le contestaba como cuando era comediante en los hoteles, o en los café concert, o pasaba un perro y yo: “Esperen, que pasa La… can”, lo que fuera.

 

Me relajé: bueno ya está, este no es el camino del artista hacia la fama, me voy a divertir.

 

Pero fue, y lo agradezco, mi mejor escuela.  Jamás hubiera llegado a lo que conformé como artista. Así nació el Vampiro Negro, mi primer disco.

 

Tuve cuatro años para ensayar números fuera de los seguidores (esas luces que vienen de lo alto en el teatro), cuatro años para ensayar y probar fuera de las cámaras. Y a medida que los iba probando, quedaban, quedaban.

 

Si hubiera tenido una mirada crítica, que hubiera definido mi carrera artística, no me hubiera atrevido de manera tan relajada a ensayar. Hubiera mostrado algo que yo habría imaginado de más lucimiento, más eficaz.

 

Cuando tú te sientes que el interlocutor al que te diriges tiene un peso de crítica o valoración, a menos que tengas espíritu competitivo, es más difícil. Estás más fregado. Porque lo vas a querer encantar, encandilar de una manera que es invertida, pues vas a tratar de encandilarlo según tu lectura de él. Es todo lo contrario de encontrar la propia voz. Vas a querer encantarlo con lo que tú te imaginas que a él le encanta, con lo cual uno se convierte en una especie de bufón bienintencionado.

 

Y el otro ejemplo se dio (y termina la autobiografía) cuando quise hacer radio. También en esta búsqueda de camino artístico me dije “Voy a hacer un programa”, no porque quisiera hacer radio, sino para hacerme conocido. Me gustaba una emisora que había en Radio Mil que era clásica, hace muchos años. Busqué su número en la guía, fui: “Oigan, me gusta mucho su radio, hago cosas para niños, me gustaría hacer un programa”. Ya sabes: toda la noche anterior, todo el día preparando el argumento (risas).  Entonces llego, y la directora estaba embarazada, una chava encantadora y me responde: “Órale, hazlo, total esta radio cierra”. (Risas)

 

Imagínate: “Quiero ser capitán”, “Adelante, se hunde”. (Risas)

 

Y me pregunta: “¿Y de cuánto quieres hacer el programa?”. “De media hora”, “No, hazlo de una hora”. Y me asustó, porque una hora de radio al aire es mucho, es mucho tiempo.

 

Pero fíjense qué suerte que tuve,  si hubiera sido una radio de mucho éxito no hubiera tenido cabida.  Si hubiera sentido que estaba en el lugar más exitoso del mundo frente a  la audiencia más crítica del mundo, por cómo soy yo, al menos, y esto lo digo en serio porque supongo que las condiciones necesarias para el deporte de alta competitividad son completamente distintas, pero estoy hablando del desarrollo de la propia voz y la creatividad, por cómo soy: me hubiera anulado. Entonces, en esa situación tan precaria si se quiere, también dije: “Bueno, vamos a aprender a hacer radio”, jugaba. De repente cayó alguien a atender los teléfonos, y vi que la cosa funcionaba. La radio iba a cerrar, pero el dueño me invitó a estar en otra. Luego a esa también la vendieron… yo estaba como el pato Donald, cuando se le va terminando la montaña. Entonces me quedé sin nada, llamé a radio UNAM y tuve la suerte de que me aceptaran. En radio UNAM, lo confieso: entré espantado: “Es toda audiencia académica… ya valí”. En el primer programa me temblaba la voz, la audiencia que imaginaba era muy crítica, muy picuda, muy cabezuda. Luego te enteras que los académicos también tienen hijos… (risas), se reproducen y no tienen otros académicos, sino niños (risas). Estaban agradecidos de que hubiera canciones infantiles y cosas así.

 

Por una de esas fallas de la antena de la radio UNAM se oía mucho en Ixtapalapa, con lo cual tenía mucho éxito ahí… o dicho de otra manera, no se oía en el resto de la ciudad. Nos divertíamos muchísimo. Con lo cual tuve años y años de ensayo sumamente generoso y fuera de toda posibilidad de que un fracaso significara el final de la carrera o una herida difícil de remontar…  (no son recomendables los éxitos tempranos). Tuve años y años de generosísimo tiempo de ensayo.

 

(*) tomado de: “Relación entre el juego y encontrar la propia voz, Luis María Pescetti, presentado por Daniel Goldin en el Seminario de la FILIJ 2014 (México DF)

 

* * *

 

Tuve la suerte de ese reconocimiento tardío.

 

Esto fue tan así y tan repetido que, puesto que no era el camino a la fama, resolví divertirme en los shows. Empecé a actuar de una manera más personal, en un trato uno a uno. Quizás trasladando mi experiencia como maestro de música en el que uno conduce una clase grupal, y a la vez hace intervenciones individuales.

 

Así fui probando chistes, canciones, juegos fuera de todo foco que hiciera pesar demasiado una aprobación o una crítica. Lo que no funcionaba se iban descartando, lo que sí, quedaba para otra función.

 

Los errores no tenían importancia, no gravitaban como una calificación que me señalaría de manera pública o permanente. Era poco público, esa gente, además tampoco tenía una gran expectativa sobre qué esperaban del show (literalmente a veces era gente que iba al mercado y en el camino se encontraba con que había … algo, y se detenían); lugares no estelares, sin crítica ni prensa.

 

Y todo eso dio una enorme libertad de exploración en la que la palabra “error” ni se me cruzaba por la cabeza. ¿Cuál podría haber sido un error en esos shows? No se me ocurre hoy tampoco.

 

Sí era muy claro lo que gustaba, y se quedaban un rato más con las bolsas del mercado en la mano. Si veía que seguían su camino, a lo sumo me preguntaba si algo no había gustado tanto como para retenerlos un momento más; pero… ¿error?, no había errores.

 

* * *

 

Trasladar esa experiencia a otros ámbitos para hacer experiencias en las que el error no tiene oportunidad o queda acotado al ámbito de la exploración.

Públicos / lugares de ensayo y entrenamiento: deben ser reales.

 

No tus compañeros de estudio, no tu coach personal, no tu entrenador. Mi público era real, escaso, casual, pero público de verdad.

 

No es una simulación.

 

El acto, la situación (partido, clase, show, etc.) debe ser real. Mis shows, otra vez, pasaban desapercibidos, no había quien me recibiera o encendiera las luces, ni equipo de sonido muchas veces, pero “iba a un show”, perdido, diminuto, pero no iba a una puesta en escena. Como cuando uno canta en la calle: se expone, de manera más anónima, pero no es un laboratorio, lo que sea ocurrirá en una relación real, simétrica con quien sea el público.

 

Recibir una retribución.

 

Yo recibía un pago, también era menor, pero que necesitaba. Eso lo hace más cierto también. No me daba lo mismo que me fuera mal, pues quería conservar mi trabajo, pero no era directo, no me pagaba el público, no eran shows a borderaux, me pagaba la alcaldía, el municipio, había un margen entre que el show no hubiera sido un exitazo de cabo a rabo y seguir trabajando, pero las noticias circulaban y la gente estaba contenta, eso llegaba y me seguían contratando. De modo que debe haber alguna forma de retribución, premio, invitación, en juego. En la que no nos da lo mismo volver a ser invitados que no.

 

Cumplir una función real.

 

En mi ejemplo eran personas que no iban frecuentemente a shows, en barrios que no tenían mucha actividad cultural. Vale decir que la actividad no era superflua, en el sentido de que era un evento más en un lugar pleno de eventos.

 

Consecuencias mínimas o daño acotado (por decirlo mal y pronto).

 

Ámbito, público, retribución: todo era real, nada era una prueba de escuela o ensayo de laboratorio; pero en una configuración de elementos que hacía que cualquier error pesara poco. Por ejemplo: ¿no gustaba una canción?; con total tranquilidad alguien podía seguir su camino hacia el mercado. No estábamos bajo los acuerdos de una relación de plena formalidad: en la que cada parte sabe cómo debe portarse. Venía una mamá con chicos, y mientras ella miraba los chicos corrían y jugaban… con el perro que habían llevado. Ni yo era un artista que ellos esperaban, ni ellos eran mi público ideal, y eso aportaba “lo bueno de lo malo”. Nuestra relación momentánea era más relajada, con menos expectativas mutuas. No sabían, ni estaba claro que el show podía durar… 40 minutos, una hora.

 

Los recursos que se ponían en juego eran mínimos: me subía a un anfiteatro de una plaza, alguien abría un centro cultural, y ya; o bien encendía luces y sonido de un gran teatro (vacío) pero sin grandes pretensiones de qué luces y qué sonido.

 

Esa informalidad era semejante a la que se da en un espacio de juego, cuando decimos “como sí”. Yo era como si fuera el artista (¡pero lo era!, sólo que las condiciones no eran… artísticas); el teatro o la plaza era como si fuera un foro, el público era como si fuera un público regular de un show, y así siguiendo.

 

No se exige un guion ni un resultado específico.

 

Yo tenía libertad para elegir mi show, si quería repetirlo, cambiar en cada oportunidad.

 

Rotaba de escenarios, era una sola presentación, sin continuidad.

 

No repetía foros, ni público. Si me equivocaba no era tan grave, “¡no volvería a verlos!” (a salvo de la vergüenza), y desde el punto de vista de ellos, a lo sumo: “Ayer no estuvo tan bueno, a ver si traen algo mejor la próxima vez”, y ya.

Si lograba un hallazgo podía repetirlo en la próxima función, nadie delataría mi repetición, no iban a decir “Ooootra vez…”, siempre iba a otro escenario.

© Luis Pescetti