¿Por qué preferimos la democracia? Los niños son constructores de sentido, todo lo contrario de caprichosos. Saben que no participan de las gestiones, pero viven las consecuencias.
Más allá de nuestras convicciones personales, nuestras respuestas deben ser sobre unas bases mínimas comunes. De otra manera reclamarán que actuemos en consecuencia, o lo harán en cuanto puedan, con más altruismo o más violencia. Además, porque seguirán conviviendo con el 25 % o el 70 % que no piensa igual. Deben tener herramientas para interpretar y vivir una realidad plural.
Digo “bases mínimas” no porque no seamos ambiciosos, sino porque somos distintos. Hay una frágil capa de puntos básicos y, apenas por encima, comienza la convicción de cada uno, el ideal. En eso es menos probable que coincidamos.
Estos puntos elementales, implican que reconocemos la existencia de “otro”. Alguien que no es de nuestra familia, ni de nuestra creencia, tiene intereses distintos; pero con quien compartimos territorio, recursos, tiempo, necesidades. No quiere decir que veo que estos acuerdos se cumplen, ni tampoco que son infalibles en los resultados; pero eso no quita en nada, que son la maravillosa y potente base común de una sociedad plural.
Hice esta descripción, no tanto para dársela a leer a los niños, como sí para ordenar mis pensamientos y el tono que quiero transmitirles. El conjunto, o párrafo a párrafo, se convertirá en un cuento, dibujos, explicaciones con ejemplos, graffitis caseros, frases de padres inspiradas democráticamente: “levantemos la mesa entre todos”, “¿quién elige la peli, hoy?”, “no podés servirte más espaguetis sin preguntar”. O bien estas mismas palabras dichas tal cual.
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De todas las formas que se probaron para vivir en comunidad, la democracia es la que busca organizarse y resolver los conflictos entre personas sin violencia, negociando trabajos, beneficios, un delicado equilibrio de ventajas y frenos entre lo que es bueno para todos y lo que es bueno individualmente.
Esto implica una serie de mecanismos de gestión de lo colectivo, que no se basan en la autoridad personal, ni en el parentesco, la raza, la religión, la lengua de origen, ni el mero uso de la fuerza.
Es una idea muy bella pues nadie puede reclamar ventajas por… ser primo, por ejemplo; tampoco porque profesa la misma religión, o ninguna. Ni siquiera se puede excluir a otros porque su raza o sus lenguas de origen sean diferentes.
En la esfera individual, podemos conservar nuestras costumbres familiares, tradiciones, ritos religiosos; pero no podemos imponerlos… ni siquiera a parientes, amores ni amigos (tampoco a alguien más débil), ¡porque donde hay más de uno, empiezan a regir las reglas comunes a todos!
Esa liberación de lazos tiene consecuencias personales: nadie podrá decirnos de quién enamorarnos, cómo vestirnos, quiénes serán nuestros amigos, qué vocación seguir… basándose en razones de parentesco, raza, religión u origen. Menos que menos, con amenazas (“¡Venís conmigo o te reviento!”).
Tampoco podemos esgrimir nuestra tradición o nuestras creencias para reclamar una excepción a la base común.
La democracia encontró que hay más garantías…
1) Si la autoridad colectiva se deposita, no en personas, sino en instituciones.
2) De manera repartida: no sólo en una, sino en varias instituciones, para que unas validen, o frenen a las otras.
3) Que se organizan con reglas, que se pueden formular, mejorar, ¡pero eso en base a reglas, también!
4) Si entre todos se elige libremente a las personas que las gestionarán, y sólo por un período de tiempo.
5) Que esos funcionarios, mediante las instituciones, deben atender los intereses del conjunto y no solamente los de quienes los eligieron.
Miren qué hermoso: las decisiones de quienes gobiernan no dependen de que sean virtuosos, sino de que convivan respetando ese equilibrio con otras instituciones.
Quiere decir que no basta que fuera el que mejor se portaba en el barrio para que tome decisiones sin explicarlas ni rendir cuentas. Si lo permitimos, luego vendrá otro, que tal vez no sea amigo… y no va a querer rendir cuentas. “No importa que seas el mejor piloto de la historia, respetá las reglas de tránsito, y no esperes que cierre los ojos”. Hay menos arbitrariedad y más democracia cuando todos somos iguales ante la ley.
Lo único que se nos pide es que aceptemos que la gestión de lo colectivo tiene esa base que regula la economía, la política, la justicia, la creación de reglas y el relato público. La democracia depende del equilibro de todos esos factores que conviven y se limitan.
Significa que…
1) Nadie debería gobernar para su propio beneficio económico (o el de su clase o grupo), tampoco sólo para quienes lo eligieron.
2) Nadie debería controlar la justicia o ejercerla para dar u obtener beneficios económicos o políticos, o de otro tipo.
3) Nadie debería controlar el parlamento o crear leyes y reglamentarlas para obtener beneficios políticos, económicos o legales.
4) Nadie debería pretender controlar el relato público (la información y el conocimiento), para eludir control, la justicia o manipular políticamente.
Cuando aceptamos este equilibro de acción y de frenos, evitamos que los beneficios o las tareas se concentren en privilegiados y desfavorecidos. Pero pasa algo más básico: reducimos al mínimo posible, el uso de la fuerza como herramienta de gestión y convivencia. Cuando no se acepta el freno de los demás, se pone en riesgo lo más valioso: la democracia, y con ello: la paz.
No hay una sola democracia, hubo diferentes formas de democracia. Unos decían que eran democráticos, ¡pero que las mujeres no votaban! Imagínense. “Somos todos iguales, menos ellas, y nos encargamos de decidir lo mejor, incluso para esa mitad de la población”. Otros decían ser democráticos, pero que cambiarían todas las instituciones para mejor, y para eso ¡debían suspender la democracia!
La democracia es muy fuerte y muy frágil. Aunque haya intentos que fracasan, encuentra formas que cambian esto, mejoran lo otro, y sigue o regresa. Siempre se la busca porque las alternativas son la guerra, el sometimiento a otros. En ese sentido es poderosa; pero no podemos darla por garantizada. Siempre está amenazada por la ambición de poder, por aprovechar resquicios entre las reglas para imponerse a los demás, por la impaciencia, la frustración, por alguien que enarbola una razón superior. En ese sentido es muy frágil.
Cuando se habla de democracia suelen resaltarse valores como igualdad, respeto. Mejor si explicamos que la fuerza de la democracia se basa en que contamos con nuestra capacidad de ser altruistas, grandiosos, valientes; pero con conciencia de que podemos ser violentos, egoístas, impacientes.
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Lo que más amo de la democracia no es sólo lo anterior, sino que tiene consecuencias hermosas: libertad, autonomía, oportunidades, capacidad, mérito. Los pilotos de avión no se eligen por su raza, a los cirujanos no les dan un bisturí en base a su lengua de origen, ni la ley de gravedad se deroga por pedido del hijo del presidente. Mi tía, puede debatir libremente con sus amigos sobre la película que se le antoje; y el ingeniero que hizo mi edificio no impuso sus resultados por ser miembro fiel del partido, sino con cálculos.
Si vienen a ver, lo más bello y poderoso de la democracia es que no tenemos que ser perfectos. Al contrario: en lugar de esconder nuestras imperfecciones, las convertimos en inspiración para convivir. La democracia es un baile de debilidades humanas: admitimos que los privilegios nos tientan, que podríamos atarnos a la palanca de mando, reconocemos que queremos tener razón.
Como partimos de esa base nos dice que: lo mejor es que estar en lo cierto dependa de cómo se fundamenta (y no de quién lo dice), que las reglas no las dicte uno solo, que los beneficios y el trabajo se repartan según negociaciones que no se basen en el parentesco, la raza, el poder… y así volvemos a lo que exponía al comienzo.
Esa sana desconfianza en nosotros mismos es una regla de oro para detectar autoritarios. Si, cuando preguntamos de dónde sacó esa idea, alguien se ofende:
—¿Usted no sabe con quién está hablando?
Saltando en una pata, llamamos a nuestros compañeros de excursión:
—¡Amigos! ¡Encontré un autoritario!
Si, cuando pedimos que rindan cuentas nos salen con:
—¿Van a desconfiar de nosotros?
Dichosos, responderemos:
—¡Sí! ¡Sí! ¡En nombre de la democracia!
Lo mismo con las ideas, que no son la Cruz del Sur, sino que pueden fallar. ¿Por qué?, porque si yo creo que mi idea es infalible, y me siento a hablar con otro que cree que su idea es infalible… estamos sonados.
Si alguien les echa un discurso con generalizaciones: “la patria”, “el bien común”, “para siempre”; e incluye “el sacrificio” de ustedes, salgan corriendo. Suelen ser afirmaciones basadas en alguna fe, sirven a los que son creyentes, pero no para la democracia.
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Puede ser que la democracia surgiera para lograr igualdad entre las personas; prefiero explicar que fue para no agarrarse a golpes a cada rato y por todo. No estuve ahí, pero tenemos pruebas. Con democracia no es que no haya violencia, pero sí hay más maneras de resolver conflictos. Mejor todavía, el problema no son los conflictos, sino qué tan loco te ponen y qué pensás hacer para solucionarlos; ¿amenazar?, ¿reprimir? ¿Impedir que surjan? Entonces, ¿Qué harías con las diferencias? ¿Impedir que se expresen? ¿Qué vas a hacer con cada uno que no acepte tu solución? ¿Y qué van a hacer ellos con vos?
Hay una sola respuesta para todas esas preguntas. No es la más rápida, ni la menos frustrante, tampoco es definitiva, ni siquiera perfecta. Pero es la más sostenible en el tiempo, la que repartirá mejor y es la única que no dictamina de entrada si surgirán conflictos o se impedirán y tampoco cómo se solucionarán ni quién lo hará. Es: democracia. Cuenta con que las personas somos ambiciosas, falibles y hasta podemos ser conflictivas; pero tiene un truco. Si negociamos reglas, el resultado es poderoso. Emerge algo maravilloso: la vida común se potencia con el despliegue de los proyectos personales. Aparecen nuevas ideas, soluciones, fuerzas increíbles que no se expresarían en regímenes de mayor control o castigo a la individualidad.
¿Habrá más caos?, a veces sí. ¿Más conflicto?, es probable. Pero cambia el paradigma: no aspira a vivir en orden y sin conflictos; sino a que negociemos normas de cómo nos manejaremos cuando entremos en conflicto.
No debería preocuparnos si la democracia es más conflictiva, sino ¿a qué costo se logra que una sociedad sea cero conflictiva? Porque, ya no digamos que en toda sociedad hay conflicto, ¡en cada esquina con dos automóviles hay conflicto por pasar!, entre dos que tienen la misma idea, ¡hay conflicto! El punto está en que, cuando una persona y una sociedad dejan de invertir su energía en defenderse de amenazas y conflictos, liberan sus fuerzas creativas.
Más cruda, más cocida, más anaranjada o más antigua, es la que mejor sabe decir: origen no es destino.
© 2019 Luis Pescetti
Mi gratitud a las lecturas de Tzvetan Todorov, especialmente “Los enemigos íntimos de la democracia” e “Insumisos” (ambos editados por Galaxia Gutemberg y en traducción de Nomeí Sobregués). También a Melina Furman, Vera Carnovale, Gustavo Schujman, Eduardo Abel Giménez y Alejandro Katz, a sabiendas de que la generosidad de su tiempo y comentarios no los hace responsables de mis afirmaciones.
© Luis Pescetti